Atravieso una de las barriadas más tranquilas, mientras pienso que esa persona, sucia, descuidada y cansada que me acompaña perteneció no hace tanto en unidades especiales del mundo del, por así decirlo, espionaje. Es un perro viejo, aunque apenas ha rebasado los treinta, es muy bueno, pero está cansado, y decepcionado.
En ese momento algo me saca de mis pensamientos e instintivamente invado el carril contrario, vacío en ese momento, evitando un obstáculo que después pude reconocer. Un contenedor de reciclaje de papel había caído sobre la carretera justo delante del vehículo que conducía, activando ese resorte oculto en mi interior, y al parecer en el de mi compañero, pues cuando quise darme cuenta, ya estaba el vehículo estacionado y nos encontrábamos analizando que había ocurrido.
La postal era triste, desoladora, un hombre completamente borracho intentaba meter a su hijo de once años en el contenedor, y este lloraba desconsoladamente.
Al parecer, había tirado junto con varios papeles, y de forma accidental un billete en el contenedor, y su padre estaba tan borracho como para no saber que hacía, como para amenazar al chaval si no recuperaba el dinero, como para intentar meterlo en un contenedor donde poco más del brazo del muchacho cupiese, como para enfrentarse a dos agentes. La vergüenza y el miedo se veían en los ojos de aquel pobre muchacho que encontró refugio en un bar cercano, mientras la central nos informaba de que se trataba de un hecho habitual. Que esta persona solía emborracharse y formar altercados públicos. Al igual que su mujer, quien como él también consumía otras clases de drogas blandas.
Así, en una casa en que las borracheras son frecuentes, como el consumo de cannabis, cuidado y educado por dos toxicómanos, eso si de los socialmente bien mirados, vive o malvive un pobre muchacho que carga con penas de las que no tiene culpa. Un chaval que crecerá marcado y condicionado por la vergüenza, el miedo, y el peor ejemplo que pueda recibir.